domingo, 10 de abril de 2011

La mujer que plancha


La mujer que plancha se ocupa de que todo esté en orden.
El lavado es algo primario, va casi de la mano de la comida.
Pero el planchado es una carta de presentación.
La mujer que plancha –la mujer que gusta de planchar- se ocupa de que la familia aparezca lisita, sin arruga, sin marca. Borra todo vestigio de desazón, apuro, angustia, sexo apurado, exceso, lágrima. La familia se presenta intachable, inmaculada, como si nada hubiera pasado.
La mujer que plancha se somete al calor, a la incomodidad, a la tozuda sumisión, pero consigue buenos réditos. Esa abnegación es recompensada con el podio, el lugar en el altar de los santos de cada casa. Porque ella, mamá, encorvada sobre la tabla y la pila de ropa, guarda el honor y el orgullo de la familia. Además se reserva el derecho sobre la moral de la casa. Controla, aplasta, ordena, guarda.
Nunca se podrá decir nada de esa familia.
“No somos descuidados, no somos desprolijos.”

En las clases altas, no existe esa mujer, el planchado es entregado al servicio doméstico, en este caso es el servicio el que se encarga de guardar la decencia de la familia. Los secretos compartidos viven en el lavado y el planchado, la fidelidad inevitable al patrón sale a la calle en impecables camisas subiendo a lustrosos autos bajo el primer sol de la mañana. “Aquí no ha pasado nada”.
Las planchadoras son instruidas minuciosamente, para que la familia en cuestión demuestre lo implacable de su autoridad y estirpe.

Las clases bajas, entregadas a los vicios, muestran el descuido de sus vidas en las arrugas de la ropa, el áspero tacto de la remera negra sin la caricia de la plancha, mujeres de mala vida, indolentes, haraganas, no planchan la ropa de sus maridos y de sus hijos, los delantales lucen grises, pobres chicos. Igual, a ellos no les importa nada, andan por la vida a la buena de Dios.

La clase media independiente, los solteros y solteras, casados y casadas a los que no les gusta planchar o no saben -casi todos- es la más castigada: Debe dejarlo en manos de anónimas tercerizadas por los locales de lavado de ropa, y se ve horriblemente sometida a un mal planchado, es víctimas de la justa devolución de las inexpertas e improvisadas planchadoras, explotadas, que devuelven un pobre resultado ante las míseras monedas que obtienen por cada camisa.

Esos jóvenes y no jóvenes que trabajamos y debemos permanecer presentables para los humildes e innumerables puestos en instituciones estatales o privadas, empleados, coordinadores, gerentes de cuanta cosa aparezca somos los que mostramos en este momento la crisis del planchado, no tenemos mamá, no tenemos familia honorable, no andamos a la buena de dios, no nos enseñaron a planchar ni tenemos tiempo ni ganas, no tenemos la ropa planchadita, la tenemos mal planchada y seguimos así, como los hombrecitos de Seguí, apurados, de traje, de falda tableada, corriendo detrás de quién sabe qué.

sábado, 22 de enero de 2011

Nada

La imagen no puede abandonarme, persiste tenaz, alarmante.
Feria de productores hortícolas locales en la plaza de mi pueblo.
Mi oficina, que está frente a esa plaza, está encendida. La perspectiva de salir un día del aburrimiento a comprar verdura fresca y barata en la calle es excitante. Entonces empezamos a turnarnos para cruzar antes de que se lleven todo.
Llega Martín con dos bolsas:
“Hay cola para comprar, re lindas cosas, pero una desorganización, ya se llevaron casi todo y tienen que traer más, y mirá que recién llegan, parece que se habían equivocado de día los bolitas, pensaban que era mañana la feria”.
Sigo trabajando.

Mensaje de texto de Tamara:
“Vení que estoy haciendo cola, ya repusieron y se llevan las cosas como agua.”
Cruzo.
Un gazebo blanco y una cola de gente. Más cerca, la ansiedad para llegar a comprar los pocos productos que hay sobre la mesa. Son pocos, pero son hermosos: remolachas, tomates cherrys y de los otros perfectos, acelga encerada de brillo, ciboulette y otras finezas, todo en grandes canastos de mimbre.
Me pregunto por qué no hay mayor cantidad de productos, me respondo: quién sabe cómo será la relación con los intermediarios. No creo que les guste mucho que un día los bolivianos no les entreguen mercadería por vender directamente en una feria.
Las señoras mayores y correctas limpias y rubias que están haciendo trámites por el centro se acercan fascinadas, sus escotes de enero con pecas y colgantes Bulgary imitación palpitan emocionados, caen en la tentación de la pizarra con los precios y se suman a la cola.
Aire lindo de la mañana bajo las hojas de los plátanos. Se trabaja rápido, la gente de Producción local, hasta la Directora, todos colaboran. Los cherrys y las otras verduras van desapareciendo.
Me voy con las manos vacías. Tamara con dos bolsas enormes.
“¿Qué compraste?”
“Remolachas, un repollo, cebollitas de verdeo, acelga y lechuga morada, capuchina y francesa.”
“¿Cuánto te salió?
“Diez pesos”
“Nada”
“Nada”

Trato de concentrarme en el trabajo, tengo que imprimir urgente, me quiero ir.
Tamara saluda con las dos bolsas en la mano.
“Bueno me voy.”
Contra la puerta de salida se ríe queriendo contar algo.
“El chico que me vendió esto hoy, el boliviano flaquito ¿vieron?, no saben, no hablaba nada… yo le preguntaba: ¿Cuánto sale esto? Y se quedaba pensando, o me contestaba bajito, y yo le decía: Dale apurate que me llevan las cosas. Más lento era… no hablaba…qué se yo, al final le dije: bueno, tomá diez pesos, y me fui. Me traje todo esto”
Nadie le dijo nada, sólo reimos.

Vuelvo a casa con un nudo en el pecho.
Pienso diez mil cosas horribles, tengo un peso en la espalda como de diez camellos.
Ahora, a la maña del día siguiente, sé que puedo escribir muchas cosas sobre esto, pero no tengo ganas de hacer un análisis frío.
Además me siento culpable por no haber puesto en su lugar a esa chica de veinte años que usó su pedacito de poder contra quien le siembra y le vende el alimento desde sus manos y espalda doblada.
Y sé que no hubiera servido de nada… eso es lo peor, ella lo hace cobrándose por sus padres, sus jefes, y todos los que forman parte de esta rueda infinita que siempre termina en el mismo lugar.
Y sólo me queda el instinto de conservación que me dicta agradecer a mis padres, a mis abuelos. Y quedarme en el lugar donde quedaron ellos, hermanos abrazados, no nos importa tener poder. La belleza, la inteligencia y la astucia quedan aquí, esperando por nuestros hermanos, es la única forma que conozco para vivir.